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CUANDO VOLVÍ DE CUBA
Un encuentro casual e inolvidable
Cabe añadir que durante el paseo habanero se va
conociendo a la población. Eso de ir a tu aire, calla-
dito, observando, en La Habana no se lleva. Todo el
mundo habla, pregunta, cuenta, ríe. Al final del día
ya han hecho tu ficha y tú la de ellos. Esta aserción
me guía a contar una de las vivencias más bonitas
del viaje. Habíamos brujuleado por el Casco Históri-
co, rehabilitado gracias al empeño y la sabiduría del
historiador Eusebio Leal que devolvió el esplendor a
La Habana. Durante el paseo le echo el ojo a un par
de librerías a las que decido volver. Entro en aquella
cubierta por baldas de madera, libros y más libros;
me los quiero llevar todos, cuando veo que se me
acerca una mujer mulata, entrada en años, que lleva
en la mano la típica bolsa de plástico con la que los
cubanos salen a la calle, por lo que puedan encontrar
ese día en particular. Su sonrisa alegra la estancia.
Me pregunta con ese irresistible deje cubano, si me
puede ayudar en algo. Comenzamos a hablar, y en-
seguida me percato de lo seductor de su conversa-
ción que, irradia cultura, manejo de las palabras y
una saludable socarronería.
La decadencia de la Habana
Marta Rojas, como dice
llamarse, resulta ser una de
las escritoras cubanas más
prestigiosas, periodista
también, testigo del asalto
al Cuartel del Moncada
sobre el que escribió
diversos reportajes.
Calles de la Habana,
La Ciudad de las columnas
Cuando nos encontramos, tiene noventa años
y aún colabora con el periódico Granma; lo hizo
desde su fundación. Marta saca de una de las
estanterías su novela, maravillosa , “Las Cam-
panas de Juana la Loca”, sobre el papel de la
reina, en Cuba, más allá de su supuesta locura,
cuando mandó de vuelta a la Habana, el bron-
ce, que de Cuba habían llevado a España, para
que se utilizara en las campanas de las iglesias
habaneras. No doy crédito al fortuito encuentro,
pero, como suele pasar en la mayoría de los
viajes grupales, tengo que salir disparada para
reunirme con todos. Me despido con un beso
y la promesa de que si algún día vuelvo a La
Habana me regalara un par de horas. Vuelvo al
año siguiente y la visito en su sencillo piso del
edificio Nico López, en el barrio de El Vedado,
donde el surrealismo hace una vez más acto
de presencia, al aclararme el vecino que cuan-
do se llama a los ascensores, viene siempre el
contrario al del botón marcado, y qué, al pulsar
el telefonillo, solo hay una tecla para los diez pi-
sos, pero suena en todos y cada uno de ellos…
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