Page 9 - Traveling magazine 72
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La isla está cubierta de matorral mediterráneo, higueras
y almendros, y conserva restos arqueológicos de asen-
tamientos prehistóricos, como el de Capo Graziano,
testimonio de que estas tierras ya estaban habitadas
hace más de 3.000 años.
Las barcas de pesca salen al amanecer, y regresan al
mediodía con cajas llenas de peces espada, atunes
pequeños y langostas, que inundan de aroma salino
el muelle. Los caminos de piedra, estrechos y a veces
empinados, llevan a calas solitarias como Le Punte o
Spiaggia delle Punte, donde el sonido de las olas se
mezcla con el canto de alguna cigarra rezagada y el
graznido lejano de las gaviotas. En septiembre, Filicudi
parece vivir suspendida en un verano que se resiste a
marchar.
Alicudi, la más occidental y aislada del archipiélago,
es incluso más austera. Con apenas un centenar de
habitantes, no hay carreteras, coches ni ruidos mecá-
nicos: solo una red de escalones de piedra que ascien-
den por la ladera volcánica hasta las casas dispersas.
Cada tramo ofrece vistas abiertas sobre un horizonte
limpio, donde el mar y el cielo se confunden, y en los
días claros se adivina la silueta lejana de Sicilia. La isla,
de origen volcánico, es un cono casi perfecto cubierto
de hierbas secas, arbustos y pequeñas huertas que los
vecinos cultivan en terrazas.
VIAJES DE AUTOR
Isla de Vulcano
Su puerto, diminuto, recibe un par de barcos al día des-
de Filicudi o Lipari, y el resto del tiempo la vida fluye sin
interrupciones. El viento trae aromas de hinojo silves-
tre, tomillo y sal, y las campanas de la iglesia de San
Bartolomeo marcan las horas con un sonido grave que
se expande por todo el valle. Septiembre en Alicudi es
un mes de calma absoluta, de cielos despejados y no-
ches sin luz artificial, donde las estrellas parecen des-
cender sobre el mar. Es un lugar donde nada irrumpe
ni perturba, y donde el viajero entiende que aquí el lujo
es, simplemente, el silencio.
La vida en puerto
Lipari concentra la vida del archipiélago. En el puer-
to, los pescadores descargan su captura mientras los
tenderos ofrecen tomates carnosos, higos dulces y bo-
tellas de aceite verde intenso. El paseo marítimo se ani-
ma a media tarde, cuando los cafés se llenan de voces
graves y risas suaves. Desde la terraza de un bar, se
ven pasar ferris que llegan y parten, como si el mundo
entero dependiera de esas rutas marítimas.
En lo alto, el castillo custodia siglos de historia. Dentro,
el museo arqueológico guarda ánforas griegas, mone-
das romanas y piezas de obsidiana negra, testigos de
un pasado que siempre tuvo al mar como frontera y ca-
mino. Entre esas paredes frescas, se entiende que las
Eolias no son solo un lugar: son un punto de encuentro
entre fuego, agua y humanidad.
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