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Son las islas Eolias, un conjunto de siete islas
volcánicas que emergen del mar Tirreno, al
nordeste de Sicilia, Italia. Declaradas Patrimo-
nio Mundial por la UNESCO, llevan el nombre
de Eolo, dios de los vientos en la mitología griega, y du-
rante siglos fueron faros y refugios para marineros, co-
merciantes y pescadores que surcaban estas aguas. Aquí
conviven la fuerza del fuego y la suavidad del Mediterrá-
neo, la historia de antiguas civilizaciones y la vida sencilla
de pueblos que siguen dependiendo del mar.
Llegar en septiembre significa encontrarlas en su momen-
to más íntimo: sin el bullicio del verano, con temperaturas
suaves, aguas todavía cálidas y una luz dorada que acari-
cia montañas, viñedos y puertos. El viaje por las Eolias no
es un simple recorrido por islas, sino una inmersión en un
territorio donde cada una tiene su carácter, su ritmo y su
voz. Stromboli y Vulcano son pura energía; Salina, verde
y generosa; Filicudi y Alicudi, remansos de silencio; Lipa-
ri, corazón palpitante; y Panarea, coqueta y minimalista,
como una postal viva.
El pulso volcánico
Stromboli surge la primera en el horizonte, un cono vol-
cánico casi perfecto que se eleva abrupto desde el mar
Tirreno, con laderas negras que caen directamente al
agua. Tiene apenas doce kilómetros cuadrados y no más
de quinientos habitantes, repartidos en dos aldeas enca-
ladas que parecen aferrarse a la roca. Desde cubierta, su
silueta impone respeto: es uno de los pocos volcanes del
mundo en actividad casi continua desde hace dos mile-
nios, y su respiración se delata en un penacho de humo
blanco que asciende sin pausa hacia un cielo limpio.
VIAJES DE AUTOR
Desembarcar aquí es sentir bajo los pies una tierra li-
gera, porosa, de color negro profundo, que absorbe y
guarda el calor del día. Las calles son estrechas, pa-
vimentadas con piedra volcánica, y están flanqueadas
por buganvillas que aún resisten al final del verano. El
sendero que conduce al Observatorio, a unos 400 me-
tros de altitud, se abre entre matorrales bajos y lavas
solidificadas que forman esculturas caprichosas. El
aire huele a ceniza, a sal y, de vez en cuando, a azu-
fre. Sopla un viento cálido que recuerda que aquí el
Mediterráneo y el magma se tocan. Desde el mirador,
las explosiones del cráter se escuchan como golpes
secos, regulares, un latido que marca la vida cotidiana
de la isla. De noche, cada erupción lanza una llama-
rada que ilumina fugazmente el horizonte y proyecta
sombras rojas sobre el mar.
Vulcano, a solo 20 kilómetros de distancia, se presenta
con otro lenguaje: un olor penetrante a azufre que im-
pregna la ropa y la memoria desde el primer paso en el
muelle. Esta isla, de apenas 21 kilómetros cuadrados,
fue en la Antigüedad la morada del dios Vulcano, señor
del fuego y la forja. Sus playas de arena negra y sus
fumarolas marinas anuncian que aquí la actividad geo-
térmica es parte del paisaje.
La ascensión al cráter de La Fossa —unos 391 me-
tros sobre el nivel del mar— exige pasos pausados y un
buen calzado. El sendero, cubierto de grava volcánica,
sube en zigzag y va revelando un paisaje cambiante:
fumarolas que exhalan vapor dorado, costras minera-
les teñidas de amarillo intenso por el azufre, grietas de
las que emana un calor seco y constante.
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