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SANTILLANA DEL MAR Y ALTAMIRA
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El tránsito por Santillana no exige pri-
sas. Cada esquina es una estampa: la
torre del Merino, el Palacio de los Ve-
larde, el de los Barreda, las antiguas
cocheras convertidas en tiendas de
artesanía, los portones abiertos que
dejan entrever patios silenciosos. Aquí
no hay ruido de motores: el casco his-
tórico está restringido al tráfico, y eso
permite que los pasos del visitante
resuenen como los de un peregrino.
Porque en cierto modo, Santillana es
también eso: una peregrinación a lo
auténtico. No hay estridencias ni gran-
des espectáculos. Todo es sobrio, an-
tiguo, cuidado. Incluso el turismo, tan
presente, parece respetar el espíritu
del lugar. A diferencia de otros pueblos
que han perdido su alma por la prisa
del visitante, Santillana conserva la
suya con discreción.
En los alrededores de la villa, el paisaje
verde y ondulado de Cantabria acom-
paña sin imponerse. Pequeños prados,
muros de piedra, vacas que pastan, al-
guna niebla que baja por la ladera.
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