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Saint Malo en bajamar
Me faltan adjetivos para expresar los
atractivos de Dinan, donde tuvo lugar
una más de las graciosas anécdotas
del viaje. En nuestro programa llevá-
bamos apuntados los restaurantes a
visitar. Llegamos con la hora justa,
justísima, y ya se sabe qué, con las
prisas, nada sale bien. El caso es
que, siguiendo las indicaciones pro-
gramadas, acabamos en un curioso
Take Away vegano, donde se nos
ofrecía en tupperwears una también
curiosa gastronomía de berenjenas
y pepinos. Hummm… nos pareció
raro, pero ahora que prevalece la
sostenibilidad, pensamos que sería
parte de la misión. Pero no, hasta el
vendedor se quedó perplejo, pues
no tenía prevista la visita de dos pe-
riodistas españolas que escribieran
sobre su gastronomía. Nos señaló
con el dedo el restaurante vecino,
que era el nuestro, donde comimos
como reinas.
Siguen las sorpresas
Dinan es tan bonito que incluso ena-
moró a la Duquesa Ana de Bretaña
quien les regaló el reloj de su torre.
Sin prisa, pero sin pausa, comenza-
mos a bajar hacia su puerto fluvial
del río Rance por la medieval Rue
Jerzual, llena de cautivadores co-
mercios y galerías, en los que, por
supuesto entramos, nos quedamos
con la boca abierta y caímos ¿Cómo
no? en la tentación, llenando bolso y
mochila, a rebosar…
Y bajando y bajando no tuvimos pre-
sente que luego habría que subir,
ya que el coche estaba en el apar-
camiento del pueblo. La subidita era
seria, y cuando ya, cansadas y con
calor, decidimos ascender, un tre-
necito que llevaba a los escolares,
Dinan arriba, se presentó como una
aparición, a la que, sin ponernos de
acuerdo, saltamos las dos al uníso-
no. Los niños se carcajearon y el
conductor sonrío benévolo sin obje-
ción alguna.
Saint Malo o el poderío de
las mareas.
Saint Malo era el gran objetivo del
viaje, y quizás por eso nos lo puso
crudo. Entrar en la bellísima ciudad
LA VENTANA DE MANENA
bretona fue todo un desafió. Había
que ser de allí para conocer los se-
cretos de las verjas cerradas, las
obras en ciernes, y demás trampas
del azar que nos llevaron a pensar
que teníamos que dejarlo para otro
viaje. Gracias a nuestra persisten-
cia logramos dar una y mil vueltas
a la rotonda qué, como por arte de
magia, abrió una vía que llevaba al
centro de la ciudad. Y ¡vaya ciudad!
Volví a mimetizarme, no tenía otro
remedio. Esta vez era una avezada
pirata, a lo Piratas del Caribe, que
acompañaba al famoso corsario al
servicio del rey de Francia, René Du-
gay-Trouin- cuya escultura se alza
en la Rue de Orleans- esperando a
que la marea estuviera en pleamar
para saltar a tierra y subir por esa
muralla de siete metros de espesor y
dos kilómetros de largo; tiempos en
que a Saint Malo solo se podía acce-
der en barco. Y una vez arriba alcan-
zar el Castillo, hoy uno de los pocos
lugares en Francia donde la bandera
de Bretaña se alza sobre el tejado,
a más altura que la propia francesa.
En bajamar se puede elegir entre
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