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CATARATAS DEL NIÁGARA
Allí, el viajero no observa desde la distancia, sino
que se adentra en la corriente misma de la natu-
raleza.
En ese instante, entre el trueno del agua y la fres-
cura del aire, se comprende que la verdadera gran-
deza no necesita adornos. Basta con estar allí, de-
jarse envolver y aceptar la lección que las cataratas
llevan siglos repitiendo: que la naturaleza, cuando
se le concede espacio, despliega un poder que nin-
guna mano humana puede igualar.
Si el lado canadiense es un palco elevado, el lado
estadounidense es la primera fila: los pies mojados
por la bruma, las manos apoyadas en la barandi-
lla del abismo y el rugido del agua atravesando los
huesos. Aquí se camina por islas que dividen el río,
se respira la niebla que asciende y se escucha de
cerca la voz profunda de las cataratas.
En ocasiones, la bruma dibuja arcoíris que se ar-
quean sobre el caudal. Su imagen remite inevita-
blemente al Rainbow Bridge, el puente que co-
necta Estados Unidos y Canadá, como símbolo de
que el Niágara es un patrimonio compartido, con
dos maneras distintas de aproximarse a la misma
fuerza natural.
Por eso conviene reservar tiempo: preparar un
picnic, recorrer los senderos y acercarse hasta el
borde de uno de los saltos de agua más imponen-
tes del planeta. Y después, quedarse un poco más.
Porque en el lado estadounidense el Niágara no se
contempla: se vive.
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