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VIAJES DE AUTOR
Camino de tierra roja
Salir de la capital y tomar la carretera RN7 hacia el
sur es como retroceder en el tiempo. Son casi mil ki-
lómetros de polvo y paisajes cambiantes: arrozales,
colinas erosionadas, aldeas de adobe y mujeres con
cántaros sobre la cabeza. La tierra es roja, el aire cá-
lido, y los días se miden por la distancia al siguiente
pueblo.
En Antsirabe, una ciudad de aguas termales funda-
da por misioneros noruegos, los rickshaws de colores
pintan la escena con alegría. Más adelante, la sabana
sustituye a las montañas, y comienzan a aparecer los
primeros baobabs: árboles desmesurados que pare-
cen crecer al revés, con las raíces apuntando al cielo.
Para los malgaches, el baobab es un árbol sagra-
do. Representa la resistencia, el paso del tiempo y
la memoria de los ancestros. Algunos alcanzan más
de treinta metros de altura y viven más de mil años.
Frente a ellos, el ruido del mundo se apaga.
Viajar por esta carretera exige paciencia. Los trayec-
tos son lentos, los caminos irregulares, el polvo cons-
tante. Pero a cambio, cada parada ofrece algo dis-
tinto: un saludo, una sonrisa, una escena cotidiana.
El bosque que canta
En el Parque Nacional de Ranomafana, la hume-
dad lo cubre todo. Es un bosque de niebla donde el
aire huele a tierra mojada y los árboles parecen res-
pirar. Entre helechos y orquídeas, salta el hapalemur
dorado, un pequeño lémur descubierto hace apenas
unas décadas. Su mirada curiosa y su agilidad entre
las ramas resumen bien el espíritu de esta isla: frágil,
vital, imprevisible.
Aquí rigen los fady, los tabúes ancestrales que mar-
can la relación entre el hombre y la naturaleza. Cada
comunidad tiene los suyos: no señalar una tumba,
no pescar en cierto río, no comer determinado ani-
mal. Son normas no escritas que mantienen un equi-
librio invisible, una ética nacida de la observación y
del respeto.
Comprender Madagascar implica entender esa espi-
ritualidad discreta, esa forma de convivir con el entor-
no sin intentar dominarlo. En este bosque que parece
cantar bajo la lluvia, la vida tiene su propio ritmo, y el
visitante solo puede escuchar.
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