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VIAJES DE AUTOR
Aislada del continente afri-
cano desde hace millones
de años, Madagascar es
un mundo aparte: una isla
donde la naturaleza in-
ventó sus propias leyes y
el tiempo parece avanzar
con otro pulso. Viajar por
ella es adentrarse en un
laboratorio de vida, pero
también en un territorio
de silencios y contrastes.
Entre baobabs, lémures
y aldeas de barro rojo, el
viajero descubre un país
tan frágil como fascinante.
Vista desde el aire, Madagascar aparece
como una gran mancha verde y ocre flo-
tando sobre el Índico. No se parece a nin-
gún otro lugar. A diferencia de otras islas
tropicales, aquí no se viene a descansar: se viene a en-
tender la diferencia. La cuarta isla más grande del planeta
se separó del antiguo continente de Gondwana hace más
de ochenta millones de años, cuando aún no existían los
humanos. Ese aislamiento geológico creó un ecosistema
irrepetible: más del ochenta por ciento de sus especies no
existen en ningún otro sitio del planeta.
Madagascar es, en cierto modo, un continente dentro de
una isla. Sus selvas húmedas, sus sabanas, sus monta-
ñas y sus manglares son como fragmentos de mundos
distintos reunidos por azar. Cada región tiene su propio
clima, su propia luz y hasta su propio idioma, su propio
ritmo de vida y una forma diferente de mirar el cielo. En
un solo día de viaje, se puede pasar del frescor de la
niebla al calor sofocante de la costa, del verde brillante al
polvo rojo. Esa diversidad es su fuerza y su fragilidad, su
equilibrio perfecto entre lo salvaje y lo humano.
Antananarivo, la ciudad que respira en
las colinas
La capital, Antananarivo, es un caos encantador. Se ex-
tiende sobre doce colinas y está hecha de pendientes,
tejados de hojalata y casas de ladrillo rojo que parecen
sujetarse unas a otras. Los mercados hierven de voces,
frutas, telas y olores. Los taxis suben resoplando por ca-
lles imposibles y las escaleras parecen no tener fin. Des-
de lo alto, la ciudad se ve como un mosaico de humo,
vida y color.
Al caer la tarde, los niños juegan al fútbol entre charcos,
las mujeres regresan con el arroz al hombro y el aire
se llena de un polvo dorado que suaviza las aristas del
día. La gente se detiene a charlar, a sonreír, a compartir.
Caótica y humana, “Tana”, como la llaman sus habitan-
tes, es el corazón palpitante de Madagascar: un lugar
donde la pobreza no borra la dignidad ni la esperanza.
Entre los palacios, las iglesias y los restos de arquitec-
tura colonial, se percibe el mestizaje que define al país:
raíces africanas, austronesias y árabes que conviven en
un mismo gesto. Madagascar es, desde el principio, una
mezcla que no se explica, solo se siente.
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