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Antigua ciudad de Tichit
Ouadane fue otra joya del comercio ca-
ravanero. Ahí llegaban las caravanas que
venían desde Tombuctú, cargadas de
sal, oro, tejidos. Hoy queda la estructura
escalonada de la ciudad vieja, colgada de
una colina como si aún esperara el regreso
de los camellos. Sus callejones estrechos,
sus muros sin adornos, lo dicen todo: aquí
se vivía para resistir, no para exhibirse.
Tichitt y Oualata, más al sur, mantienen la
misma fuerza. Oualata, con sus fachadas
decoradas en rojo y blanco, mezcla la aus-
teridad con un raro sentido estético. Es el
punto donde el arte rupestre, el islam, y la
arquitectura vernacular se cruzan. Tichitt,
más remota todavía, es probablemente la
menos tocada por el tiempo. Su aislamien-
to la ha protegido, pero también la ha deja-
do al borde de la desaparición.
Estas ciudades no se visitan. Se descu-
bren. Cada una guarda una parte del alma
del desierto. Y lo más valioso no es lo que
muestran, sino lo que provocan: son lu-
gares que no se explican; se caminan, se
respiran, se recuerdan.
VIAJES DE AUTOR
Viajar a estas ciudades es volver a
una época en la que los libros se
copiaban a mano, las rutas no se-
guían carreteras y la sabiduría dor-
mía en bibliotecas de adobe. Chin-
guetti y sus hermanas del desierto
no muestran lo que fueron: siguen
siendo lo que siempre han sido
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