Page 74 - Traveling 68
P. 74
TAHITÍ Y SUS ISLAS
bordea la laguna turquesa y al que le rodea el azul
marino del mar abierto ¡Impresionante! Fluctuando en-
tre el pánico y la euforia, aterrizamos en una planicie
rodeada de selva, y en un jeep nos dirigimos al Village
que iba a ser nuestra casa durante algunos días. ¡Qué
disfrute! Sintiéndome dichosa, afortunada de vivir esa
experiencia única, llegamos a nuestra casa tropical,
donde nos recibieron los infantes del lugar entre risas
y juegos, hasta que llegó su madre, Herenui, la due-
ña del Village, y nos acomodó en unas acogedoras
cabañas.
Emprendimos la vuelta dispuestos a pasar lo que que-
daba de tarde en el Village, cuando al llegar nos en-
contramos con Hereite, quien acababa de llegar con un
pequeño retraso de tres horas. Tan contenta, como si
nada, y en compañía de su madre, Tahuere, artesana
de sombreros de paja del mercado, nos animó a em-
barcar en un pequeño bote, y emprender la excursión
por el atolón. A punto de ponerse el sol, la navegación
fue absolutamente onírica.
Desde la barca se observaba la vida
marina del atolón gracias a la trans-
Desayunamos familia y huéspedes en la sala común,
decorada a base de conchas, cocos, y redes de pes-
car, con vistas a la playa, y la compañía de la pequeña
parencia de sus aguas, sorteando los motus (islotes) que caracterizan la reserva de la biosfera
de la casa, Poerava, que se pintaba las uñas de los
píes con entusiasmo. Tras el desayuno se suponía
que nos recogería Hereite, bióloga de la Reserva de
la Biosfera de Fakarava, patrimonio de la UNESCO
desde 2016. Y digo se suponía, porque la recogida
se hizo esperar. Paul, el francés, trató de convencer a
su esposa, Charlotte, de que no había porque preocu-
parse. Los tiempos en Polinesia son otros, y la gente
no sufre de ese agobio constante por todo, que nos
caracteriza a nosotros, los “occidentales”. Captado el
mensaje, Paul, Charlotte y yo fuimos a dar uno de los
paseos en bici más gratos que alcanzo a recordar, pa-
ralelo al mar, entre bosques de cocoteros, y con desti-
no a su villa principal Rotoava, donde caí rendida a la
tentación de un vestido blanco, que sigue siendo uno
de los preferidos de mi vestuario veraniego.
Tahuere, la madre de Heretí, era encantadora y sa-
bía de Fakarava incluso más que su hija. La una había
aprendido en los libros mientras que la sabiduría de Ta-
huere venía de su vida misma en el atolón. Tanto, que al
desembarcar en el Motu Aito, Tahuere, guiñándome un
ojo me comentó como sus bisabuelos se comían a los
enemigos si ganaban la batalla por el motu. Sin saber
muy bien a que atenerme ante la declaración de Tahue-
re, seguí en su compañía visitando el hermoso islote;
sus iglesia y escuela que parecían de juguete, el bar,
la playa de arena blanca, inmaculada, que aparecía y
desaparecía al capricho de las corrientes del Canal de
Garue. Cuando le dije a Tahuere que aquello era el ¡fin
del mundo!, me miró con sus ojos guasones para contes-
tarme “Te equivocas ¡Es el principio!”.
Las paradisiacas playas de Fakarava
74 -